miércoles, 26 de julio de 2017

SÓCRATES

Es imposible saber cuándo supo uno de Sócrates por primera vez; parece que esté ahí desde siempre, en nuestra memoria, junto a otros personajes históricos como Salomón, César, Napoleón o (quizás sólo en nuestro caso, el de los españoles), Séneca y Viriato. Cuándo escuché o repetí por primera vez, lo de “sólo sé que no sé nada”, pensando que era un mero juego de palabras (una ingeniosa manera de reconocer lo mucho que nos queda por aprender), y no la razón por la que el oráculo de Delfos había señalado a Sócrates como el más sabio de los hombres de su tiempo.
            Es imposible saber cuándo supo uno de Sócrates por primera vez; pero sí que guardo, con detalle, dos recuerdos a él relacionados: la compra de un libro en Casas Ibáñez y el visionado de una película en Salamanca. Ésta, la película, era de Rossellini y la vi con Tina, cuando éramos compañeros en la facultad, en el restaurante "La Luna", donde al mediodía se podía comer un  menú para estudiantes (que incluía copa de vino y flan para postre), y por la noche asistir a una sesión de cineclub. Ni entonces ni después la película me ha parecido buena; si acaso un film a caballo entre la recreación y el documental, sin mayor interés que el de escuchar las sentencias del filósofo ateniense… sin embargo éstas (y en especial las palabras con las que se defiende ante el jurado que acabará condenándolo a muerte), nunca he podido olvidarlas.
            El libro, curiosamente, se publicó el mismo año en el que se hizo la película, 1971, y yo lo compré recién editado en la popular y ya desaparecida imprenta “Lahiguera”, de Casas Ibáñez, que hacía también (como la otra imprenta del pueblo, la de Jesús), funciones de librería. No es que lo estuviera esperando o que me captara por el título, sino que pertenecía a una colección que Salvat había empezado a publicar, con periodicidad semanal, después del éxito de su biblioteca RTV, con el mismo formato, misma encuadernación e igual de barata; yo compraba el libro de cada semana a medias con mi madre (aunque casi siempre los pagaba ella); ya habían aparecido títulos como La familia de Pascual Duarte, de Cela, El romancero gitano y Yerma, de García Lorca, una Antología de poemas de Rosalía de Castro, Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, Novela teatral, de Bilgákov y así hasta los dieciocho que habían precedido a éste, el número diecinueve que, como todos habréis supuesto, no era de Sócrates porque, del mismo modo que otros filósofos que le antecedieron, el sabio ateniense, no escribió nada. Ya se usaba la escritura y ya habían llevado los fenicios su alfabeto a Grecia, pero no estaba tan bien vista: se consideraba como una petrificación del pensamiento y una rémora para la memoria que, con ella, dejaba de ejercitarse… Fueron sus discípulos quienes recogieron por escrito sus palabras. El libro que compré aquella mañana con las treinta pesetas (dieciocho céntimos de euro),  que me dio mi madre fue Recuerdos de Sócrates,  de Jenofonte.
            
No se me ocurrió leerlo entonces. No lo he leído hasta ahora. Durante casi y treinta  nueve años el libro ha permanecido a la espera, ocupando pacientemente su lugar en el estante que le correspondía, acompañándome en cada traslado: de Casas Ibáñez a Valencia, de Valencia a Barcelona, de Barcelona a Ayora, de Ayora a Tabernes de Valldigna, de Tabernes a Castellón, de Castellón a Salamanca, de Salamanca a Villatoya, de Villatoya a Toledo, de Toledo a Requena… siempre con la incertidumbre de si llegaría el día en el que me decidiría a abrirlo: “…ni está cierto para el que ha sembrado debidamente un campo quién habrá de cosecharlo, ni cierto para el que debidamente ha construido una casa quién habrá de morar en ella, ni cierto para el que sabe mandar ejércitos si será para bien mandarlos, ni cierto para el que sabe gobernar si será bien ponerse al frente del estado, ni para el que casa con mujer hermosa por gozarse en ella cierto está si no tendrá por ella duelos, ni para aquél que en la ciudad formó un partido de hombres poderosos cierto está si no tendrá por ellos que salir de la ciudad para el destierro” son, curiosamente casi las primeras palabras que esta obra que podría haberse quedado otros cuarenta años sin ser leída.
            Que se haya cumplido (como podría no haber ocurrido), la posibilidad que durante décadas he tenido de leer esta obra, me hace pensar en esos “pasados no consumidos” de los que habla María Teresa Oñate en sus libros y seminarios y que tanto me fascinan. Es cierto que ella, filósofa postmoderna, utiliza el concepto cuando habla de “postmetafísica”, a un nivel mucho más profundo, que a mí tal vez se me escapa, pero que parece abrir nuevas dimensiones a mi pensamiento: “el pasado nunca se agota en alguna de sus interpretaciones, sino que alberga lo posible de otros futuros”.
            Yo, como al escribir de otros autores en otras ocasiones, os voy a recomendar la lectura completa de estos Recuerdos de Sócrates o (quien lo prefiera), cualquiera de los primeros diálogos platónicos, en los que se recoge su pensamiento, especialmente la “Apología de Sócrates”, que viene a coincidir con el final de este libro de Jenofonte del que os estoy hablando. De aquí, de estas últimas páginas, de su Apología o defensa ante el jurado, os transcribo algunos fragmentos que me han emocionado:
            Ante el miedo que en sus amigos produce el que pueda ser condenado a muerte, pregunta a uno de sus seguidores: “¿No sabes que hasta el presente a ningún hombre tengo yo  que consentirle la pretensión de haber vivido mejor que yo?... Pero ahora, si todavía avanza más la edad, sé que será forzoso pagar los tributos de la vejez, ver peor, oír menos y ser más incapaz de aprender y de las cosas que he aprendido más olvidadizo… ¿Cómo podría seguir viviendo ya con gusto?” En el mismo tono, cuando sus compañeros trataron de ayudarle a huir o fue invitado por los jueces a escoger una pena alternativa a la de la muerte, “ni quiso el fijarla ni les permitió hacerlo a los amigos, sino que aún decía que el fijar la pena era propio de quien reconociera su culpabilidad; en segundo lugar, al querer sus camaradas sacarlo de la prisión furtivamente, no se prestó a ello, sino que aun tuvo a bien burlarse de ellos preguntándoles si es que acaso conocían algún lugar fuera del Ática donde no hubiera que llegar al término de la muerte… ¿Ahora se os ocurre poneros a llorar? ¿Es que no sabíais ya de tiempo atrás que desde el punto que nací me estaba impuesta la condena a muerte?
            Aunque el pensamiento de Sócrates no ha perdido actualidad con el paso de los siglos, plantearse algunas de sus preguntas en estos momentos sería muy oportuno, cómo cuando relaciona la aceptación de regalos con la falta de libertad (“¿Cuál de los hombres veis más libre que yo, que no recibo de nadie regalos ni soldadas… que de nada de las cosas ajenas necesita?”), o como cuando defiende la necesidad de que la educación quede en mano de los educadores y no de la familia: “tocante a la salud, más hace caso la gente a los médicos que no a los padres; y lo que es en las asambleas, todos, más o menos, los atenienses más hacen caso a los que lúcidamente hablan que no a sus parientes o allegados; pues, en fin, ¿no elegís también para generales, con preferencia sobre los padres y los hermanos y aún, a fe mía, sobre vosotros mismos, a aquellos que estimáis que son los más entendidos en los asuntos de la guerra?”, algo que no se hace de igual modo en el asunto de la educación, que es, para Sócrates, el mayor de todos los bienes.

            No puedo dejaros, como al hablar de otros autores, un enlace a la página o el blog de Sócrates, pero como en Internet (esa biblioteca circular que soñara Borges), está todo, sí que os invito a ver esta adaptaciónque el doctor Juan Abelardo Hernández Franco, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Panamericana Ciudad de México, hace de los últimos momentos del sabio griego. (Éste es el primero de los cinco vídeos en que se encuentra la adaptación y desde él podréis enlazar a los siguientes). Por mi parte, termino con las mismas palabras de Sócrates que ponen punto final a la obra citada de Platón: “No tengo nada más que decir. Ya es hora de partir: yo a morir, vosotros a vivir. ¿Quién va a hacer mejor negocio, vosotros o yo? Cosa oscura es para todos, salvo, si acaso, para el dios”.

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